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Danny Patricio Navarrete Cuevas

RA-666

La misión era relativamente sencilla: descender con el módulo de exploración y posarse sobre la superficie de RA-666 para comenzar los trabajos de excavación cuanto antes .

Nos dijeron que el asteroide en cuestión obtuvo esa denominación por su órbita periódica alrededor del sol de exactos 666 años. Con una forma esférica casi perfecta y un diámetro de 69 kilómetros, su alta concentración de carbono lo hizo invisible durante muchos años a los principales telescopios terrestres, ya que su superficie reflejaba menos del 2% de la luz solar, haciéndolo tan oscuro que era imposible encontrarlo durante su peregrinar alrededor del sol. Sin embargo, con los avances de la tecnología, los observatorios de la estación espacial Gateway lograron encontrarlo y realizaron un prolijo escáner que permitió descubrir el enorme secreto que guardaba en su interior: su núcleo estaba compuesto de inobtenium, un mineral superconductor que podía ser la clave para solucionar todos los problemas energéticos de la tierra.


Este descubrimiento desató una feroz batalla entre las principales agencias del mundo para lanzar una misión que pudiera explotar tan preciado metal, hasta que, a mediados de 2098, la NASA anunció con bombos y platillos que el Proyecto Isis se encontraba en su fase preparatoria y daba una fecha tentativa para su lanzamiento: el 6 de junio de 2106, con la intención de interceptar al asteroide cuando su trayectoria lo llevara al punto más cercano a la tierra.


Y aquí estaba yo, dos días después de nuestro despegue desde el Centro Espacial Kennedy y un día después de dejar Gateway, firmemente anclado a mi asiento, a la espera de la autorización para el desacople. Listo para iniciar mi último trabajo antes de regresar a casa y al fin disfrutar del ansiado retiro.


—Señores pasajeros, sujétense los calzoncillos, porque ya tenemos permiso para el descenso. —Escuchamos al piloto del módulo, el capitán James Edinger, a través de los equipos de comunicaciones de nuestros cascos.


A pesar de la larga experiencia trabajando en la luna, todos en el módulo estábamos nerviosos. Solo robots habían pisado algunos asteroides para tomar muestras de minerales y nosotros seríamos los primeros humanos en hacerlo. Contábamos con todo lo necesario para la misión y bromeamos y charlamos amenamente durante los eternos minutos que pasaron desde que entramos a la nave que nos transportaría a RA-666 hasta que Edinger comenzó las maniobras de desacople. Entonces, Howard Evans, Robert Burton y yo, los tres especialistas designados para la misión, nos sumimos en un denso silencio.


El módulo sufrió una breve sacudida y los tres intercambiamos miradas nerviosas, sin hacer el menor comentario.


—Isis, aquí Isis 2. —Edinger mantuvo el canal de comunicaciones abierto para que pudiéramos escucharlo, lo que ayudó en algo a que conserváramos la calma—. Desacople correcto, comienzo descenso sobre el objetivo.

—Perfecto, Isis 2 —contestó Samuel Gordon, el comandante de la misión, desde la comodidad de su puente de mando—. Proceda de acuerdo con los protocolos. Éxito y buen viaje. Los estaremos esperando.

—Nos vemos a la vuelta, Isis 1. —Se despidió Edinger y de inmediato sentimos el fuerte empuje de los motores.

Burton me dio unos golpecitos en el muslo.

—¿Listo, Paul? —Su amplia sonrisa no coincidía con el velo de inquietud que se adivinaba en el fondo de sus ojos.

—Para esto nos contrataron, ¿no?

Esperé ser capaz de demostrar más tranquilidad que él, aunque no sé si lo logré.

Evans, que estaba sentado frente a nosotros, se inclinó para hablarnos y pude ver en su rostro que también se sentía nervioso.

—Mientras más pronto volvamos a casa, mejor. Mi hija está de cumpleaños dentro de tres semanas y pienso sacar un pedazo de esta roca para llevársela de regalo. Ella las colecciona, ¿saben? Le he llevado una piedra de cada una de las minas en las que he estado. Tiene una repisa llena de ellas.


Los tres reímos, aunque en realidad no fue un comentario gracioso, y nos reacomodamos en nuestros asientos, una vez más envueltos en el silencio. Debíamos llegar a la superficie del asteroide en cinco minutos, pero tuve la impresión de que ya llevábamos horas en el módulo. Por alguna extraña razón, me sentía incómodo y podía asegurar que mis compañeros se sentían igual. Sabíamos que la misión no tenía mayores complejidades y que los equipos de excavación láser no tendrían problemas para llegar al núcleo. Ahí comenzaría la parte más sensible de toda la operación, la extracción del inobtenium por medio de grúas magnéticas que desgarrarían las entrañas del asteroide para conseguir hasta la más pequeña partícula de ese metal, mientras que los electropilares, los dispositivos encargados de evitar que Ra-666 colapsara sobre sí mismo y que tendríamos que instalar antes de empezar la extracción, sostendrían la estructura rocosa durante todo el tiempo que durara el trabajo. En tanto, nos mantendríamos anclados a la superficie gracias a los sistemas antigravitatorios de los trajes espaciales, la misma tecnología que impediría que el módulo y toda la maquinaria saliera volando del asteroide mientras estuviéramos en él.


Era una maniobra que se vía muy sencilla en cada una de las simulaciones computarizadas de la NASA, con un riesgo calculado de solo 0,3%. Sin embargo, cuando el módulo tomó la trayectoria elíptica que nos llevaría al punto de aterrizaje y el enorme cuerpo oscuro del asteroide apareció frente a mi ventana, no pude evitar sentir que el estómago se me encogía y que los vellos de la nuca se me erizaban.

Tragué saliva. Estábamos a punto de posarnos sobre una sombra silenciosa que llevaba miles de millones de años merodeando nuestro sistema solar, solo para hurgar en su interior.


—RA-666 —murmuré en voz baja, sintiendo un escalofrío correr por mi espalda—. ¿A quién mierda se le ocurre ponerle ese nombre a un asteroide?


Bajamos e instalamos los equipos láser en el mismo silencio en el que nos posamos sobre la superficie del asteroide. Edinger hizo algún comentario ligero para intentar subirnos el ánimo, pero solo obtuvo sonrisas tibias como respuesta.

Porque, si RA-666 se veía intimidante a la distancia, estar sobre él era todavía peor.

A pesar de que los trajes espaciales estaban diseñados para soportar los más de 100° Celsius de aquella roca espacial, manteniendo una temperatura interior de unos cómodos 20°, sudaba a mares. No por el calor ni por el esfuerzo físico. Era por una desagradable sensación de alerta que me invadió apenas puse un pie en ese negro suelo de piedra. Algo en ese lugar me inquietaba y, a juzgar por los movimientos nerviosos de mis compañeros, ellos sentían lo mismo.


—Manos a la obra, muchachos. —Nos apuró Evans y cada uno fue directo a ejecutar su función. En mi caso, esta consistía en ensamblar el sistema topográfico del taladro láser y supervisar que cada uno de los protocolos automatizados se ejecutara sin novedad. Burton debía encender y calibrar la fuente de poder, mientras Evans comprobaba las mediciones espectrográficas para cerciorarse de que nos encontrábamos en el punto previsto para iniciar la excavación.


Cuando estuvo todo listo y recibimos la autorización desde Isis para comenzar las faenas, fue mi turno para disparar el pulso láser que atravesaría las distintas capas minerales del asteroide, formando el agujero perfecto de sesenta centímetros de diámetro a través del cual extraeríamos el inobtenium. De inmediato apareció un diagrama de la excavación en el panel de control del taladro, con el cálculo en tiempo real del avance del proceso.


—Tres minutos para llegar al núcleo —anuncié a todos.

Estaba acostumbrado a la eficacia y rapidez de la tecnología minera, pero ahora sentía tanta urgencia por terminar este trabajo y regresar a Isis, que me parecía que avanzábamos demasiado lento.


—Fuente de poder funcionando al 100% —dijo Burton, pendiente de las oscilaciones de los indicadores de potencia del pequeño motor nuclear que alimentaba al taladro.

Mientras seguía pendiente de que todo funcionara de acuerdo a lo planeado, Evans regresó al módulo, el que estaba a solo diez metros del lugar de excavación, y trajo consigo el contenedor automatizado de los electropilares, una caja de un metro de alto por dos de ancho, montada sobre un carro de transporte todoterreno. Bastó con que accionara una secuencia de comandos en el panel electrónico de la caja para que ella se abriera y dejara ver las cincuenta agujas electromagnéticas similares a estacas de metal que se encargarían de mantener la integridad del asteroide mientras realizábamos la extracción.

—Electropilares fuera —anunció antes de presionar el comando que disparó los dispositivos en una ráfaga que no duró más treinta segundos.

Vi volar los aparatos por encima de nosotros, para dirigirse de forma automática a las posiciones programadas en sus memorias digitales, enterrar no más de diez centímetros de su estructura en la superficie rocosa y comenzar a emitir el campo electromagnético que envolvería por completo a RA-666, igual que si se tratara de una red de contención.

En ese instante, una señal se encendió en el panel del taladro y me quedé sorprendido al ver las lecturas telemétricas.

—El… el inobtenium se encogió —dije en voz alta, alarmando a los demás.

—Eso no es posible. —Evans corrió a verificar los datos.

En el momento en el que llegó a mi lado, un fuerte temblor sacudió el suelo bajo nuestros pies.

—¿Qué está pasando allá afuera? —preguntó Edinger desde el módulo.

No llegamos a responderle. Estábamos estupefactos al ver las nuevas lecturas del taladro.

El inobtenium se había comprimido hasta reducirse a una ínfima parte de su masa y ahora comenzaba a “fluir” igual que un líquido hacia el túnel creado por el láser, abriéndose paso por entre la roca a una velocidad imposible.

—¿Qué ocurre, chicos? Los sensores captan actividad inusual en el asteroide. —La voz de Gordon llegó a través de los equipos de comunicaciones, pero nadie alcanzó a responderle.


Estábamos demasiado ocupados salvando nuestras vidas.


En un instante de lucidez, salté sobre Evans y lo arrastré conmigo al suelo justo antes de que el taladro volara en mil pedazos tras ser alcanzado por el inobtenium. Alcancé a ver de reojo que Burton era golpeado por la lluvia de esquirlas que salieron disparados hacia todas partes. La fuerza del impacto debió inutilizar el sistema antigravitatorio de su traje, porque, ante mi impotencia, comenzó a elevarse hacia el espacio, ganando velocidad rápidamente, sin responder a mis llamados desesperados.

Y, cuando lo perdí de vista, mis ojos se quedaron clavados en algo que me resultó incomprensible.


Una esfera metálica estaba suspendida en el aire, ahí donde antes estuvo el taladro. Flotaba con facilidad y lentas oscilaciones recorrían de tanto en tanto su superficie, igual que si fueran olas. No debía ser más grande que la cabeza de un hombre adulto y, a pesar de que su exterior era por completo liso, tuve la visceral sensación de que nos observaba. Supe, gracias a una especie de instinto primitivo, que esa cosa nos estaba acechando, igual como cualquier depredador acecharía a sus presas hasta escoger a cuál atacar primero.


—¿Qué mierda fue eso? —Oí desde el módulo.

De alguna forma, esa cosa escuchó la voz de Edinger. Reaccionó a sus palabras con una ondulación mucho más rápida y partió con una velocidad asombrosa hacia el módulo. Evans y yo lo vimos impactar contra las ventanillas de la cabina y luego comenzar a atravesar… No, “a pasar” a través de cada uno de los cuatro paneles diseñados para resistir las variaciones de temperatura del espacio, sin causar el menor daño aparente en ellos.


Los gritos aterrados de Edinger comenzaron y se extinguieron de golpe.

—¡James! —Me puse de pie, dispuesto a correr hacia el módulo, pero Evans me detuvo.

—Esa cosa… Esa cosa… —Tenía el rostro desfigurado por el terror—. Ya es tarde, amigo. Es tarde.

—¿Qué rayos está pasando allá abajo? —preguntó Gordon desde la nave principal—. ¡Que alguien responda, maldita sea!

Hubo un chasquido en la transmisión y todo quedó en silencio. Miré a Evans, quien gesticulaba sin que pudiera oírlo y, mediante señas, le indiqué que pasara al canal interno, por el que solo hay comunicación entre los trajes.

—¿Ya puedes escucharme?

Él no respondió. En su lugar, me tomó de un hombro e hizo que girara a ver lo que estaba mirando.


Que el módulo hubiera encendido los motores no fue tan aterrador como lo que descubrí cuando empecé a correr hacia él para intentar abordarlo antes de que despegara. Lo que verdaderamente me llenó de terror fue alcanzar a ver a través de las ventanillas de la cabina, durante un muy breve instante, que Edinger seguía en su asiento de piloto, actuando con total normalidad mientras conducía a la pequeña nave hacia Isis.

—¡Imposible! —exclamé, viéndola alejarse del asteroide.

—¿Q-q-qué hacemos ahora?

No podía contestar a la pregunta de Evans porque no tenía una respuesta para ella. Esa cosa, lo que fuera que salió del interior del asteroide, de alguna manera se apoderó de James Edinger, tomó control del módulo de exploración y ahora volaba hacia Isis sin que pudiéramos advertirles del peligro que los acechaba. Un peligro que estuvo dormido dentro de esa roca espacial por quién sabe cuánto tiempo y que nosotros mismos acabábamos de despertar.


Di un vistazo a nuestro alrededor. El motor nuclear había desaparecido y el equipo de excavación estaba destruido, al igual que el contenedor de los electropilares, los que tenían autonomía suficiente para permanecer en funcionamiento durante 96 horas. Después de ese tiempo, se apagarían y, ahora que el asteroide no era más que un cascarón vacío, RA-666 se haría añicos con nosotros sobre él.

Aunque lo más probable era que no estuviéramos vivos al llegar ese momento. Los trajes, con todo y sistemas de emergencia, tenían oxígeno suficiente solo para 72 horas.


—Este iba a ser mi último trabajo. —Fue todo lo que se me ocurrió decir—. El último.

Evans se derrumbó y cayó sobre sus rodillas, sollozando. Yo seguí por un instante en el mismo lugar en el que estaba, hasta que vi el destello de encendido de los motores de Isis y supe que cualquier esperanza se había ido junto con la nave que ahora transportaba esa cosa hacia la Tierra.



Danny Patricio Navarrete Cuevas.


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