¿Qué son nuestros pensamientos sino conversaciones con los muertos?
La chica llamada Cuervo.
Un rayo de luna baja sigilosamente la escalera. Luego rueda por el suelo dejando su rastro al atravesar la sala. Descalza lo sigues para ver hasta dónde quiere llegar. Al entrar a la cocina el rayo de luna se amalgama con esa otra luz de la campana extractora. ¿Fuiste tú quien la dejó prendida? Es probable. Desde que ella murió es mejor que la oscuridad no sea tu única aliada. El aire frío mueve las cortinas. Un movimiento delicado que alcanza a rozarte con la yema de los dedos. Te frotas los brazos y vas a la ventana:
La silueta nocturna de las macetas, la mesa redonda y tu silla; por encima la sombrilla abierta y detrás el espigado ulular del pino chillón. La luz dentro y la de afuera estrechan lazos y le dan fisonomía al rostro de quien sea que esté sentada en la silla. Ella abre grandes los ojos de mineral incandescente y te devuelve la mirada. Sabes que no estás loca: que, en todo caso, son los demás quienes no la ven. Giras sobre tus pies, vas hasta la campana y oprimes el botón. El clic te deja a oscuras con el susurro de tus pensamientos más íntimos.
Vuelves y te asomas, pero ella no está.
Suspiras.
Tu poder no se reduce a ver lo que otros no pueden. El dolor por la pérdida, el discernimiento después, la certidumbre final te ha vuelto la que eres: lúcida, intuitiva, despierta; cada vez más distante y reservada, sí, pero si hay que hablar, no te tiembla la voz. Incluso si tienes que hacerlo con quien nadie quiere hablar. Sé que estás ahí, dices. Y quien sea que ahí esté se restriega contra tus tobillos. Un escalofrío te recorre de abajo arriba. Será mejor ir por unos calcetines, piensas, mientras atraviesas la sala. Subes los trece escalones acompañada por la luna. Su influencia te ha ayudado más que cualquier frasco de pastillas.
¿Quién iba a decirte que al tirarlas a la basura ella volvería?
Todavía te acuerdas de esa noche: alguna pesadilla tenías cuando la caricia áspera de su lengua te despertó. Por la manera en que te habitaba, deslizándose bajo las cobijas hasta llegar a tu entrepierna; por la forma en que se apropió de ti supiste que era ella. El olor ferruginoso de la sangre y la lluvia lo mojaron todo luego de que te vaciaste en aquel gemido largo. Nada más placentero desde entonces que sus visitas catorce días después de cada ovulación. Alimentar esta alianza con tu sangre le ha devuelto la vida y a ti las ganas de vivirla.
¿Pero quién iba a decírtelo?
Encajas el talón al borde de la cama mientras te pones un calcetín. No terminas de ponerte el otro porque ella se mete bajo el vértice de tu pierna y pega su nariz justo ahí donde sabe que a ti te gusta más. Clavas ambos talones en el borde y apenas levantas la cadera: te bajas el calzón que al bajar más bien sube por tus muslos hasta quedarse atorado a medio camino. Ni más allá ni más acá. Ella te conoce bien y sabe cuál es el punto exacto donde debe pegar su nariz fría y herirte con su primer lengüetazo. Ahí. El roce exquisito del pelaje contra tu piel exacerba el ulular del pino y hace que las cortinas se abomben. El calcetín a medio poner termina de caerse cuando tus dedos se crispan y tus sábanas blancas se manchan de brea. Su lomo arqueado y el rabo enhiesto quedan expuestos a la mirada de cualquiera que los pueda mirar. Tú puedes, pero ahora mismo tienes los ojos cerrados. Ella salta a un lado y te deja ser. Cuando al fin giras de costado y abres los ojos, la miras relamiéndose los bigotes en un rincón. El fuego mineral de sus ojos alumbra el largo de cada bigote y la voluptuosidad de su sonrisa. Tú también sonríes. Descalza, desnuda, vas a la cocina. Parada de puntitas abres la alacena y sacas el plato redondo y uno de los sobres. El de carne sanguinolenta es su favorito. Lo vacías en el plato y lo pones sobre la barra: contra la luz del patio la miras comer. Su lomo ondea cuando la acaricias.
Se escucha el clic de la campana y se prende su luz. Tus pensamientos te dicen que la próxima vez no vendrá sola. Cierras los ojos e imaginas el regalo que será esa experiencia tumultuaria. Ya puedes sentir el vivo ardor de tantas lenguas al agasajarte completa. Abres los ojos y suspiras. La sangre que escurre por tus piernas alimenta el rastro de luna que atraviesa la sala.
Víctor M. Campos
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