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  • Fátima Chong S.

Sombras que se arrastran

¿Por qué resulta complicado aceptar la esencia propia? Muy cansado de ser la típica persona a la que designan impopular, o a la que no se le extraña en las fiestas, ni mínimo se le contempla, yo, tiempo después descubrí, que tener pocos amigos no es el fin del mundo, que es mejor lo cualitativo que lo cuantitativo aplicado en las relaciones humanas, para evitar las inhumanas. Pero esas lecciones existenciales se aprenden después de duros golpes que te da la vida, sin compasión.


Empecé a despreciar a mis afectos cercanos, yo deseaba aventura, lejos de moralina, pues estaba seguro que los valores no son más que un puñado de requerimientos impuestos por las sociedades que nos rigen, háblese de familia, de compañeros de trabajo. Para mí, el universo de normas era objetable.


Esa noche deseaba algo fuerte, distinto, algo que removiera la invariabilidad de mi sobrevivencia.


Por eso, me dirigí al bar que estaba en la esquina de la calle Violetitas, y allí me senté a celebrar la soledad de mis días, platicando conmigo mismo, diciéndome entre dientes: “¡Diablos quiero algo diferente!”, un whisky, otro y otro, hasta que el alcohol empezó a desinhibirme y fui a sentarme sin previa invitación con cuatro chicos que quedaban en una mesa junto a los sanitarios, curiosamente, sus reacciones fueron raras, en primera instancia no me rechazaron, al contrario, parecían demonios que estuvieran esperando llegara a su infierno, entre ellos, “ella” quien me contempló como si me conociera años atrás, incluso, creí reconocerla, posiblemente en otra liosa vida. Salimos del bar, dispuestos a no perder ningún segundo de diversión, yo con desconocidos que me harían conocer …


¿A dónde iríamos?, me subí al vehículo que ellos manejaban, un poco nervioso y a la vez excitado, varios kilómetros después arribamos a una casa, grande, extraña en su exterior, podría calificarse de abandonada, una puerta pesada y un largo pasillo, subimos unas escaleras que crujían, abrimos otra puerta y un salón, en su interior era un lugar que derrochaba el inicuo poder económico de alguien más, una mesa llena de bocadillos, de diferentes botellas de licor de diversas clases, ellos y yo empezamos a beber ante mi asombro, ¿drogas? También y variadas ¿diversión? Podría decirse que sí. “Ella” y yo bailamos, nunca me sentí tan extasiado, ante la orgásmica melodía y danza que entraba en mis oídos ignorando los gritos de los perdedores que jugaban póker en una sala contigua, quienes se quedaban sin ropa por no traer dinero ya, transcurrieron las horas, hasta que uno de los anfitriones interrumpió con fanfarronería el idílico transe, diciendo que estaba aburrido de aquello, ¿aburrido?,¿Cómo era posible eso? Para mí todo resultaba novedoso, increíble, una voz femenina respondió tratando de complacerlo: “¡Hagamos lo que hicimos años atrás!”, “¡pidamos abundancia a esta luna roja para cerrar el ciclo, pidamos tengamos los presentes evolución!”; dicho con esas palabras elocuentes, me agregué a al aplauso colectivo.


“¿Qué traemos?”, cuestionó uno de mis nuevos “amigos” de quienes no sabía ni nombres. Se escucharon propuestas absurdas, perversas: ¡Una gallina, un gato, un perro! Y “ella” propuso que nosotros, o sea yo y ellos lo concretaríamos, llevaríamos algo con lo que los asistentes se sorprenderían, y que a cambio obtendríamos la admiración de los demás. La verdad, me empezaba a incomodar, nunca me paso por mi mente asesinar a ningún animal, de hecho, me desagradaban los gatos, pero jamás atenté contra la vida de alguno, un perro mucho menos, en mi infancia tuve varios y la energía que emana de los caninos ha llenado mis momentos de desamor, aunque también mi curiosidad sobrepasaba el juicio y opté por acompañarlos a buscar “aquello” que nos traería las “glorias”, abordamos otra vez el coche, un gato caminaba ocultándose de las luces de los conductores, pensé que íbamos a atraerlo cuando nos detuvimos, el minino nos miró con desconfianza, pero “ella”, la mujer que me embelesaba dijo “no”, continuamos, observamos un perro alimentarse en unos contenedores de basura, con ojos tristes nos miró también, ella dijo “no”, ¿entonces? Nos estacionamos en un callejón maloliente, donde abundaban los indigentes, hombres y mujeres perdidos por los vicios, ella al cerrar las puertas del coche, dio una botella a un joven en extremo delgado, consecuencia de sus excesos y nula alimentación, lo puso a limpiar los rines de las llantas con saliva, lo observaban, se reían del pobre chico que por menos de una botella de vodka se afanaba en dejar brillantes las piezas plateadas, utilizando su lengua y dedos mientras susurraban “¡Si supiera que la botella también contiene orina!”, dejando de lado la pobreza extrema del joven, no permeaba benevolencia en el trato desdeñoso hacia él. Mi conciencia inicio a tomar posesión de mis razonamientos, algo olía a putrefacto entre ellos, incluyéndome, era tiempo de regresar a casa, ya no deseaba alargar mi estadía experimentado aquellas tonterías, pero me encontraba a muchos kilómetros de distancia, así que apenas me fuera posible me escabulliría, terminando mi amor ficticio y nocturno allí. Seguimos con la andanza o “cacería”, sobre varias cajas de cartón reposaba el cuerpo de una joven que no rebasaba la adolescencia, quien se protegía del clima gélido, fijó su mirada en la mía como una animalito que se percibe acechado, “ella” con determinación diabólica, avanzó moviendo garras de ropa vieja, halló a un recién nacido, la “madre” sin hablar, porque pese a su edad no desarrolló el habla, trató de defender lo que era suyo, lo único que poseía, lo que amaba, sí , podría aseverarse que era una niña de la calle con un recién nacido como hay muchas, como si se tratara de un simple pollo congelado, sin cuidado, “ella” lo lanzó a la cajuela, huimos y la chiquilla indigente nos seguía, balbuceando, reclamándonos, ante la indiferencia de los que presenciaron el hecho injusto, me rebelé, grité ante la atroz “broma”, pidiendo se terminara ya, fui ignorado, golpeado en el estómago, sofocado, desmayándome suficientes minutos. Mientras en mi seminconsciencia reflexionaba: ¿Quién es capaz de abusar de esa manera de un indefenso ser, que muy lejos está de saber acerca de sexualidad? Si yo tuve una hermana que murió en una edad semejante a la de la que robamos, que todavía jugaba con sus muñecas y paseaba en bicicleta por el parque, ¿Cuál era la diferencia? Sí, la había, mi hermana algún día se convertiría en mujer de no haber muerto, a comparación de aquella a quien le arrebatamos a su muñeco de carne y hueso, quien permanecerá atrapada en su infancia por siempre, ignorando lo que en realidad hacen con su cuerpo, soportando la violencia a la que es sometida con frecuencia.


Retornamos al sitio al que nunca debí acudir, sobre la mesa “ella” colocó al niño, yo al verlo rodeado de vinos y frutas me imaginé que lo creerían un pavo navideño, ¡lo iban a asesinar era un hecho!, ¿pero torturarlo?, la criatura se mamaba los dedos, requería alimento y con despiada burla dieron a beber agua ardiente ¡No podía más! Mi respiración agitada me delataba, el terror era un ingrediente principal del rito. Nos colocamos en círculo iluminados por incontables velas, negras, grises y guindas, dibujados sobre el piso signos y frases escritas en un idioma que jamás descifraría mi intelecto, o se negaría a efectuarlo, una larga cuerda colgaba de una de las vigas del techo, nuestro anfitrión, luego de apresuradas palabras, haciendo el papel de un “sacerdote oscuro o mentor”, colgó de los piecitos al pequeño quien lloraba desesperado, con un bisturí abrió con precisión la mollera con una expresión demente, para que se desangrara poco a poco, gota a gota, produciendo un sonido estrujante cuando la sangre chocaba contra un platón que pusieron para recogerla, mientras el sufrimiento del inocente inundaba el espacio, con un llanto doloroso que hacía vibrar hasta las paredes, como en reclamo a la iniquidad cometida en su contra, sobrepasando los límites de bestialidad, pisoteando la dignidad e individualidad humana, “¡Dios mío!” el llorido erizaba, estrujaba los vellos de mi piel, tapé mis oídos, me bebí una botella de vino completa para fugarme del horrendo escenario, una botella que podría asegurar tenía consistencia acuosa, me recordó al sabor del hígado de res crudo, dudé de su autenticidad, recordé la orina de la otra, con esas vacilaciones me quedé dormido, escabulléndome, aborrecí en ese instante a esa parvada de demonios feroces, entendí que existían personas que superaban mi aburrimiento, vacías de espíritu, de ocupaciones insulsas, carentes de hábitos, de pasiones, de ese algo que propicia la paz, donde sufren más que de soledad de desolación, coexisten hambrientas y ajenas al dolor de otros, personas irracionales como yo, que llenan sus pensamientos de la paja de la superficialidad. Reconocí que una buena copa de licor, una taza de café, el olor a pan caliente, la algarabía de los niños en el parque, la lectura de un libro, una buena charla, son cosas sencillas que ahora me parecían muy satisfactorias, me negué a disfrutarlas, la felicidad ahí surgía, no lo valoré.


¡Por fin! El ritual a la luna de sangre o roja concluyó. Otra vez dentro del coche con mis “nunca amigos”, nadie habló, ni parecían interesados por saber cómo me llamaba, ni nada de mí, esa mañana mi alma más desdichada y resacada que nunca, llegamos al bar, cerrado obviamente, quitaron los seguros del auto, sin palabras bajé, no hubo contacto visual, desaparecieron de la calle entre la neblina matutina de inmediato para mi fortuna, que deseaba borrar ese terrible episodio de mi existencia. Giré la perilla de la puerta de mi casa, allí bebiendo té frente a la chimenea, mi madre me esperaba, preocupada, la abracé, me desahogué entre sus brazos hasta verter la última lagrima de mi pobre voluntad. Agradecí por la buena vida, aunque breve de mi hermana.


Del suceso relatado pasaron pocos años, con frecuencia escuchaba el lamento de la pequeña victima ofrecida a esa luna roja, de hecho, nadie sabe el por qué no tolero el llanto de los niños muy pequeños, los espectros de los recuerdos me atormentan como sombras que se arrastran, unas con sed de justicia y otras con sed de cumplir malvados actos, espero jamás ser padre, no sé qué podría ocurrirme, espero sanar pronto ¡Espero!


Y en lo que espero a que cambie el semáforo a color verde, de sorpresa, una chica salta sobre el vidrio frontal de mi automóvil para limpiarlo, me topo con unos ojos que ya me suplicaron años anteriores por mi nula intervención a su favor, sobre su espalda envuelto en un rebozo carga a su “hijo”, mi corazón se acelera, bajo el vidrio, con mis manos alcanzo a tocar a su “ nuevo bebé” por denominarlo de una forma, sin ánimo despectivo, lo acaricio para aliviar un poco de mi dolor, suspiro, veo que no solo el semáforo es rojo, sino también la luna, ambos la observamos simultáneamente...



Fátima Chong S.

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