Se agitó, despertándose. Entreabrió los ojos y la luz refractada en los cristales le gritó que ya era más de mediodía; inútilmente se acomodó, tratando de regresar a su mundo de pesadillas. El sueño no es gran remedio para la soledad.
Soledad. Amarga, triste y terrible soledad. Paseó la mirada cargada de hastío por la habitación, por los muebles y objetos grabados en su memoria desde mucho tiempo antes. Verlos de nuevo ya daba náuseas, pero tal vez la ventana… Avanzó, tiró de los cordones y algo parecido a la desesperación asomó a sus pupilas al mirar entre las persianas abiertas.
Nada. La calle es la misma, las casas son las mismas, las hierbas son las mismas y no hay nada, ni calor, aun estando el sol afuera. Más sí, calor sí hay y un poco de compañía, pero ajenos a su vida. Allí en la esquina, junto al poste.
Allí está otra vez ese viejo estúpido con su perro, casi tan viejo y sucio como él mismo. Todos los días, a las mismas horas…, los únicos seres vivientes en la calle.
Ahora los miró con rabia, con envidia, porque ellos no están solos como él, porque saben con toda seguridad, mutuamente, que a la hora fijada el otro estará ahí para jugar y hablar y discutir lo que han hecho durante el día.
Recordó una tarde en que el viejo se atrasaba y el perro esperaba solo en la esquina; aprovechando la oportunidad trató de congraciarse, de llevarse al perro con un buen pedazo de carne para tenerle junto a sí, para disfrutar de su compañía, para tener a alguien que le quisiera y necesitara. Por eso odiaba al perro, porque en aquella ocasión huyó ladrando y mostrándole los dientes, para reunirse con el viejo, que se acercaba calle abajo, dirigiendo una mirada de burla a la figura solitaria junto al poste, que apretaba en sus manos un trozo de carne despreciada.
Ahora los veía juntos otra vez y contemplaba como el perro engullía los mendrugos traídos por el viejo, confiadamente, y luego se iban los dos caminando bajo el sol.
En su cerebro tomó forma la idea de súbito. Seguirlos; vigilarlos, ver qué hacían cuando nadie los observaba. Salió rápidamente y los vio doblar la esquina.
Tras ellos corrió y pasó frente a la puerta por donde había entrado el viejo. Del perro solo quedaba el rabo perdiéndose a lo lejos. Cuando regresaba, cansado y vacío, masticaba la amistosa despedida del perro y el viejo. Parecía que se citaban de nuevo para después, en la tarde. Y un rato más tarde se dio cuenta de que el viejo vivía detrás de su casa, por la calle del fondo.
Llegó a la puerta, entró y fue hacia la cama sin pensar, buscando como un autómata alguna negra pesadilla que le hiciera olvidar que estaba solo. Cerró los ojos y se quedó medio dormido.
Como en sueños sentía al viejo descansar tranquilo y al perro vagabundear por las calles; pensó que ahora estaban solos, solos como él y casi se alegró. Pero no estaban solos aunque no estuvieran juntos y se revolvió en la cama rumiando su odio.
De pronto, se contrajeron sus músculos, clavó los ojos muy abiertos en el techo y vio la solución. Comenzó a darle vueltas la cabeza y el pensamiento: si lo hiciera, si lo hiciera. “Sería fácil”, pensó; a esa hora no había nadie en la calle, como a cualquier otra hora, el viejo estaba solo. Su boca se contrajo en una mueca, salió al patio y saltó el muro que separaba las casas.
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Ya está cayendo la tarde; por primera vez siente alegría al ocultarse le sol. Ahora no tiene más que esperar a que el perro aparezca en la esquina para terminar su plan. Si ese animal comprendiera… Se ríe.
El perro parece extrañado por la tardanza del viejo. Vuelve la cabeza al verle salir y gruñe cuando se acerca al poste. Le llama, peor el animal da vueltas, mirándole a los ojos y se aleja con la misma mirada fija, acusadora.
Regresa a la casa. Todo está perdido; ese perro estúpido, salvaje. Pero ahora se quedará solo, como él. Duerme…
¿Qué es ese ruido? La calle parece hervir, junto a su casa, gritos, el tumulto. Corre a la ventana y se asoma: gente por decenas en la calle siempre muerta, hombres, mujeres, niños. ¡Ya no hay soledad!
Va a salir, a gritar, a reír con ellos, pero nota las miradas de espanto. Lentamente gira y lo ve allí, el perro muerto junto a la mano descarnada, la tierra desgarrada por las uñas.
Alejandro Chang.
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