El 23 de julio de 1989, a las dos de la tarde, tres pelos cayeron en la olla de mole de Matilde Hernández. El pequeño Constantino los vio aterrizar sobre la pasta blanda, arrugó la frente, hizo cara de asco y salió corriendo para jugar con sus primos.
Tres años antes, a 367 kilómetros de la olla de mole, en San Ignacio de los huracanes, un pueblo desconocido para Matilde Hernández, aminoró el viento.
Una brisa veraniega, cálida, pausada, constante y arrulladora se instaló en el pueblo. El Comité Cívico de Festejos y Conmemoraciones instituyó el 31 de julio como el día del aire, en conmemoración del fin de la era de los huracanes permanentes y el principio de la leve brisa refrescante, desplazando con ello a San Ignacio, hasta entonces patrón del pueblo y dueño de toda novena, fiesta o rezo. Mediante una gran ceremonia amenizada por la banda de la escuela de música, se develó la placa con el nuevo nombre del pueblo: San Ignacio de la Suave Brisa.
Llegó octubre y ningún viento furioso azotó la cañada. Por primera vez en la historia, San Ignacio se adornó para recibir las almas de sus difuntos. Doña Micaela, la alcaldesa, mandó colocar un tapete hecho con pétalos de cempasúchil sobre el camino principal. A las seis de la tarde, apagaron las farolas del alumbrado público y encendieron cientos de velas alrededor de los caminos tanto pavimentados como de terracería. Los alumnos y alumnas de la primaria, fueron los encargados de encender las velitas, ilusionados con la idea de ser vistos desde el espacio por los astronautas de la estación espacial MIR. El humo del copal inundó el ambiente mecido por la brisa.
El primero en cuestionar las intenciones del mustio vientecillo, fue Joaquín, el boticario. Desde su aparición, no se daba abasto recetando pomadas y cataplasmas para las más extrañas urticarias y picazones. Don Nepo, el brujo, acabó con la producción de huevo de las gallinas locales y todo el palo amarillo de la región, aun así, no pudo calmar los sofocos provocados por el mal de ojo. Ambos se encontraron en la cantina del pueblo varias tardes para intercambiar opiniones, pero ni toda la ciencia médica ni toda la ciencia chamánica les dio respuestas.
Los sarpullidos se volvieron costras, no había dolor y eso era bueno porque también se agotaron las aspirinas, a menudo las costras se caían con todo y piel, carne, huesos, pronto no quedó ni un habitante completo, algunos no tenían nariz a otros les faltaba una oreja… La brisa corría serena desgastando muñones, horadando poco a poco a los habitantes pero también las casas. Al principio fueron pequeños hoyos parecidos a los impactos de bala sobre las bardas de adobe, después pedazos completos de techo, poco a poco San Ignacio de la Suave Brisa se convirtió en polvo, después en nada. Sólo tres pelos quedaron atrapados entre las espinas de un nopal, mismos que la suave brisa recogió antes de migrar al próximo pueblo.
El 23 de julio de 1989, Matilde Hernández entró a la cocina, cogió la cuchara de madera y meneó la pasta suave sin reparar en los pelos. Aspiró profundo y el aroma se le coló dentro acompañado por una dulce y suave brisa de verano.
Yolanda Gudiño Cicero.
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