Era un sábado por la mañana, una ventisca llenaba el suelo y yo me disponía a prepararme mi taza de café, cuando de pronto el sonido de una alarma entró por la ventana solo para recordarme que esta ciudad siempre está viva. De pronto, el ruido de la tetera resuena mientras mi mente recuerda cómo es que llegué aquí y todo lo que sufrí, el impacto en mi ser resuena y el dolor me inunda hasta el último centímetro, cierro los ojos y me transporto al patio, enfrente de la puerta café, y como espectador me dispongo a ver la función.
En aquellos años, en que la abuela Solina Piestoña enfermó, yo me encontraba en la casa cuidándola, pues se encontraba sola y a su edad era necesario que alguien estuviera al pendiente de cualquier inconveniente. Fue en ese mismo tiempo que al primo Fidencio se le ocurrió ayudar a la abuela con no muy buenas intenciones. Por lo que se tomó la decisión de que se mudara a la misma casa con todo y su familia singular, para ello procedimos a acomodarnos en la casa de la puerta café, si bien instalarnos no fue un problema, pues en la casa Piestoña contábamos con un gran espacio, había recámaras amplias y equipadas, varios baños para cada cuarto, una cocina de buen tamaño, un jardín acogedor lleno de plantas y dos sillones rojos al frente del patio.
Fidencio era un hombre de mediana edad, consumido por los vicios, desaliñado, despreocupado, un poco flaco, sin voluntad propia, con un trabajo mediocre, pero con un ego bastante alto, pudiendo este último haber sido causado por haber nacido primogénito en una familia altamente conservadora, típica del norte del país. Ahora bien, su familia estaba compuesta por su esposa Filemona, de una edad similar y con rasgos característicos de un manipulador, voz fuerte y cabello desaliñado, ojos lunáticos y estilo anticuado. De ella no se podía saber ciertamente si lo que decía era mentira o verdad, pues su aura oscura iba más allá, por lo que únicamente un mago experto podía ser capaz de adivinar tan sagaz mente.
Junto a la pareja se podían ver a sus dos críos de pequeña edad, uno de 4 y otro de 7, ambos bastante despabilados y atentos, amantes de los animales y dueños de un pequeño pomerania. El patio ciertamente les había sentado increíble, un gran espacio para correr y un buen lugar para la mascota. Patio en que se desencadenarían eventos inverosímiles, pero que hasta ahora permanecía callado.
Y mientras la vida en la casa de la puerta café se desarrollaba de manera normal, Fidencio y Filemona planeaban innumerables acontecimientos, pues en el fondo deseaban terminar con la vida de la abuela Solina, y de paso con la mía de ser posible.
Un día de verano al salir el sol, me dirigí a mi trabajo, situación que era bastante común en ese tiempo. Por la tarde me dediqué a contestar los ya esperados mensajes de Filemona, la controladora por excelencia, mientras que trataba de calmarme y volver a mis actividades. De un momento a otro, por ahí de las 6 p.m. Fidencio estalló en un mensaje de texto, entre gritos y barullo, el desaliñado me gritaba que debía volver a casa, todo parte de su plan malvado para sacarme del hogar, claro estaba para mí.
En ese instante, al tiempo que una nube negra y una terrible tormenta que cubría la ciudad, tome la decisión de dirigirme a la casa con la puerta café, no sin antes avisarle a Tía Amaufra de los gritos desalineados de Fidencio, pues temía por la seguridad de la abuela. Y en medio de la ventisca y la neblina crucé la ciudad, por sobre lodazales y lamentos desesperados, entre las dunas y la penumbra, la ansiedad y la amargura me carcomían la piel, y con la lluvia recordaba lo que fue y ya no será. Vuelvo a mí justo al llegar frente a la puerta, y saludo a tía Amaufra con un abrazo, quien se encontraba esperándome afuera, al tiempo que nos dirigimos a la reja principal, Fidencio por su parte, se encontraba dentro visualizando por la ventana cada uno de mis movimientos.
Y mientras Fidencio me veía con cara de reproche desde la entrada de la casa, yo entraba apresurada debajo de la tormenta, con el agua hasta los pies, un hambre terrible, y un coraje indomable. Tres toquidos provenientes de mis puños saturaron la puerta, mientras del otro lado, Filemona hacía intentos fingidos por abrirla, gritos salían de mi garganta esperando que abrieran mi casa, hasta que por fin se entreabrió una de las dos puertas, miré por encima y puse mi mano para intentar abrirla completamente. Al mismo tiempo que sonó la puerta contra la pared mis ojos se fijaron en Fidencio, el estúpido que nunca me dejaba en paz, -Qué quieres- le dije mientras mi ojos de brasa se posaban sobre él, casi al mismo tiempo que sus aullidos me respondían con un cuestionamiento que más bien fue un alarido -¿Dónde estabas? - dijo Fidencio fingiendo adoptar mi figura paterna, al mismo tiempo que yo, hirviendo en enojo, le contestaba -Estoy donde se me de la gana- y al mismo tiempo me decidí a abrir nuevamente la puerta que Filemona había cerrado, esto para que Tía Amaufra pudiera oír la discusión. En el momento que se abrió la puerta el no muy listo de Fidencio se atrevió a faltarle el respeto a su propia Tia Amaufa, mientras que los demás mirábamos perplejos, -No me grites de ese modo, niño- dijo Amaufa. A lo que Findencio se quedó un segundo en silencio, pero segundos después continuó gritando contra todos, pues realmente no era una persona con mucha inteligencia y poseía una mente atrofiada por el dolor de la vida.
Los truenos no paraban y eran ya las 12 de la noche, en la ciudad todos dormían, pero no en la casa de la puerta café, pues una tormenta verdadera estaba por caer sobre la familia Piestoña. Al cabo de unos segundos Fidencio se postraba en el sillón rojo del patio delantero, al mismo tiempo que yo explotaba en rabia -¡Tú no me dices que hacer!- le grité, y me dispuse a quitarme los zapatos y aventarlos a su lugar, para ver si por suerte le causaba un golpe, pero para mí desdicha no fue así. Fidencio siguió gritando, esta vez más fuerte, mientras los vecinos comenzaban a asomarse, hasta que una nube negra comenzó a cubrir la zona y la lluvia azotaba el sentido.
En ese momento del centro de la tierra del patio de la casa con la puerta café emergió el ascendiente, desde el abismo y el fuego eterno, las llamaradas deslumbraron a los presentes mientras el calor quemaba la piel, y su oscuridad cubrió la región. Entre gritos desgarradores y los llantos de las ánimas perdidas las sombras más horribles que yo había visto aparecieron, me quedé sin habla y sin aliento, entre el barullo y los gritos sentí como si aquello hubiese sido una especie de maldición que caía sobre la casa Piestoña. Entonces miré al cielo tratando de buscar respuestas a esa situación inverosímil, pero la bóveda celeste yacía más oscura que nunca, y las almas perdidas comenzaron a descender rodeadas de un lamento perpetuo.
Al tiempo que un viento gélido recorrió mi piel, en ese momento me despabilé y estaba frente a la ventana de la cocina a punto de terminar mi café, -nada de esto es ya mi presente- me dije a mi misma mientras respiraba e intentaba tener calma. Las plantas murieron en agosto, pero yo sigo aquí, más viva que nunca.
Gioconda Portales Esquivel
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