Llamándome Esmeralda
- Ancko (MAMUM)
- 26 oct 2019
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 22 mar 2021
Esta historia es contada desde mis 40 y mirando al pasado. Recuerdo su cara llena de arrugas, su cabello blanco, su tez trigueña un poco tostada, su mirada firme sobre la mía; me preparaba para el resto de mi vida, esta mujer que está al frente de mí había hecho todo por mí, me había enseñado a diferenciar las hojas de cada especie, los frutos buenos de los malos, me había guiado y con mucha, pero mucha seguridad si ella vendara mis ojos yo escogería siempre las mejores plantas dejándome guiar por mi olfato, mi tacto y mi intuición; muchos me guiaban, y ahora, viendo sus ojos, con tal firmeza sé que ella sabe que es el tiempo de dejarme ir. Me pinta los ojos con un pigmento rojo Esmeralda, como mi nombre. Me pasa un pequeño sachet que contiene varias hojas secas y pedazos de tela. Me da un arco con sus flechas, aunque insiste que no debo usarlas. Asiento. Y ella, sin más que con una inclinación de su cabeza para darme su aprobación, se despide de mí.
Salgo de la tienda que nos recubre, mi tribu está preparada ya sobre sus caballos, me dejan ir hasta atrás, voy en el último caballo, montaña abajo, dejamos atrás este rocoso monte y nos adentramos en el bosque. Nos damos cuenta demasiado tarde lo que el bosque nos deparaba, recuerdo sólo el fuego alrededor, los árboles incendiándose, mis ojos llenos de lágrimas, mis piernas temblando, los míos cayendo de sus caballos, lo verde manchado de rojo, el amarillo comiéndoselo todo. Y me doy cuando muy tarde que vienen por mí. Reacciono cuando veo esas caras furiosas y victoriosas corriendo hacia mí, tengo miedo, mis piernas tiemblan demasiado para correr, caigo al piso, encuentro mi arco, pero sin su flecha, me arrastro hacia uno de los cuerpos que yace muerto a mi lado, le saco la flecha que tiene en su pecho, y mientras los veo correr hacia mí, me clavo la flecha en mi cuello. La victoria se desvanece de sus caras mientras tratan de auxiliarme.
No he contado mucho, pero a mis 20 años, es decir, en este momento de mi vida, ya sé muchas cosas: sé de plantas curativas, sé de venenos, sé cómo funciona el cuerpo de los míos, sé cuánta sangre necesita perder alguien para pasar a mejor vida y sé cómo hacer cortes, sé lo suficiente para saber que mi miedo me jugó en contra y que fallé por unos centímetros en el corte que me hice hace unos momentos. Cuando me levanto hay una anciana, bueno, no tan anciana como mi maestra, pero sus cabellos ya empiezan a teñirse de blanco, ella golpea mis mejillas para hacerme entrar en conciencia, y aprieta contra mi cuello una tela, con sólo sus acciones me doy cuenta de lo evidente: esta mujer no tiene ni idea de cómo auxiliarme. La forma en la que me sostiene la herida me causa más dolor de lo que debería causar la presión que se hace para detener el sangrado. Pero me lo explica. Explica que me necesitan, que hay alguien importante aquí muriendo, y necesitan una curandera, como yo, que los ayude a salvarlos, seguramente perdieron su curandera, y como diría mi maestra, esta mujer perdió a su maestra antes de entender todo lo que necesitaba entender. Pero... ¿Cómo ayudar a estas personas que acaban de matar a los míos? La presión en mi cuello duele tanto que me es imposible volver a la conciencia, así que me dejó ir en las manos de esta mujer, porque ya he decidido que los dejaré morir.
Con la dulce luz de la madrugada me levanto silenciosamente y los dejo atrás, se levantarán sabiendo mi decisión, y entendiendo que su tribu también morirá. Busco mis yerbas y hago lo que mejor puedo para curarme, yo sé cómo, siempre he sabido cómo. Ahora... no puedo volver con los míos, ¿Cómo podrían ellos perdonar que deje morir a la tribu en batalla cuando era mi trabajo cuidarlos? ¿Cómo podría yo hacer otra vida si estos que deje morir me perseguirían por siempre y matarían todo a su paso? Así que me esconderé.
Y es aquí donde me dan los 40 años, buscando la salida de una cueva, sigo huyendo, el bosque me hastía, hay mucho silencio, todo siempre debe estar en silencio, debo oír. He aprendido a oír, a ver, a sobrevivir. Y el tiempo ha pasado cada día más y más lento. Hasta que me doy cuenta su paso cuando veo mis cabellos teñirse también de blanco, mi piel deja expuestos mis huesos, la textura de mi tacto ya ha cambiado, ya no sé cuántos años tengo, pero... los suficientes; de mi largo cabello negro sólo quedan canas, de mi tez morena sólo quedan arrugas, de mis ojos morochos sólo se ven manchas, seguro ya no se distingue la mujer que era, el tiempo no ha tenido piedad conmigo, y ha pasado lento y no me ha dado memoria para saber cuánto tiempo ya pasé. Estoy en esta cueva húmeda, de suelo musgoso, me separara sólo una roca del río, y sé que moriré aquí, ya estoy muy vieja, ya estoy cansada, ya no tengo fuerzas para sobrevivir, mis huesos débiles, ya no tengo demasiada sed ni demasiada hambre, así se siente morir. Pero antes de exhalar mi último aliento en este castigo que me autoimpuse, sólo puedo pensar: Soy, bueno, fui... una curandera que no ha curado a nadie más que a ella misma, no tomé la oportunidad de curar a nadie en esta vida más que a mí, y me curé hasta que mi cuerpo ya no respondió al cansancio del tiempo. Exhalando entiendo que el rencor por los hechos siempre fue más que lo que la vida me había enseñado, y me duele entender que la soledad en la que he vivido nunca me dejó compartir la cura para nada; aunque ahora conozca la cura de todos los males, no he ayudado a nadie a vivir.
Con mucho amor, para ti que aún no conocías tiempos ni espacios como hoy yo, te honró Mi Esmeralda.
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